I
He vuelto a mi casa, a quitar polvo y hojas secas,
donde antes no crecía la hierba
hoy esas semillas se adentran
y salen por cualquier resquicio,
allá por donde una grieta antes era tapada,
hoy asoma la vida que antes había sido arrebatada,
de cemento, baldosas y pisadas.
Y las paredes gritan,
vacías de chiquillería, ausentes de vida
se acostumbran a la otra clase de vida
que rezuma por la carcoma
comiéndoosle los marcos de las puertas.
Y quiero sentir ese eco
atrapado entre las paredes y no lo siento,
y quiero sentir el gruñir de los cerdos,
el rugido de las vacas esperando a su amo
a ser ordeñadas y conducidas a los pastos verdes
de caminos anchos y praderas llanas,
donde se pasaban el día rumiando
bajo las sombras de los árboles
adornadas por el frescor de las huertas de San Vicente.
Calmando su sed del arroyo de aguas limpias y claras.
Allí me veía hasta el iris de mis pupilas.
Y mi casa esperaba el atardecer,
como la esquina que tanto miraba,
para verlas venir;
primero las borricas cargadas de hortalizas,
y como el sol durmiendo bajo las olivas
aparecían ellas;
cada una a su morada,
que su sitio ahora languidece como aquel sol
y de ellas ni el aroma sacude mis sentidos.
Porque allí donde dormían,
donde antes mugían,
donde una mirada suya hacía de canciones de cuna,
arrullos con los que me dormía....
y no lo siento.
Ese espasmo de silencio,
ni para dormir lo quiero,
Porque ya no lo siento.
II
Hoy el asfalto
sustituye las alfombras de hierba y flores.
El despertador no es el cacareo de gallinas
ni el mugir de las vacas.
Mis pasos se pasean en coche.
Y mi mirada
ya no se pierde en el horizonte.
El eco es el grito de la vida,
aullando como alimañas heridas.
La tierra, un paraíso pisoteado,
herido y difamado se abre sollozando sobre cenizas.
Nos lo dio todo,
la belleza y, también,
las armas para destruirla.