Bonita, Córdoba.
Nunca admiré tan de cerca
por donde paseaban tus sultanas.
Me hubiera gustado
derretir mis sandalias
al calor de tu asfalto.
Me hubiera gustado
lavarme
en tus fuentes de cálidas aguas.
Me hubiera gustado
dormir
bajo el influjo de tu luna dorada.
Nada me hubiera dolido tanto
aunque me hubiese quemado la cara.
¡Nada hay peor,
que sentir pasión
sin repique de campanas!
¿De quién te crees que eres dueña
en esta capital romana?
El hechizo de tus calles,
de tus patios, de tus casas,
escoltando una mezquita,
presumida y gitana,
poseída y sabia.
Dicen de quien toca sus columnas,
de su embrujo queda prendada.
¡Y ahora llego yo!
clamando amor
de quien antes bebió de tus
fuentes,
de quien antes paseo por tus jardines
y refrescó su cuerpo con aromas de rosa,
bajo estrellas perfumadas.
Ahora soy yo
la que camina descalza,
emborrachada de amor,
sangrándome hasta los nudillos
de llamar a puertas cerradas.
La que cegada de celos pasea,
sobre un suelo alfombrado
para no sentir vuestras pisadas;
pidiendo un hueco
donde calmar mi agonía,
haciendo de mis llagas tus causas.
Ahora soy yo,
la que ladra y no habla,
la que sabe dormitar disimulando.
Todo al calor
de una mañana de agosto,
interrumpiendo los besos
que salen de mis labios,
interrumpiendo el brillo de unos ojos,
llenos de lágrimas enamoradas.
Ensayando en el teatro de la vida,
la plenitud de expresarme sin palabras
y frenando sin freno
el temblor de mi cuerpo
pidiendo unas caricias de ternura,
en medio de tanta nostalgia.
Besando unas manos
aún presas,
por el amor de aquella sultana.