“Volveré a Madrid,
tal vez
un día sin prisas”
Volví a
Madrid, mucho antes de lo que esperaba, pero esta vez no para ver volar aviones
sobre nubes heladas, ni para ver caer lluvia sobre cien monumentos. Ahora sólo
volvía para poner en orden un pasaporte donde dijera, “ábreme camino, déjame
ver tus entrañas, demuéstrame la hospitalidad que te engrandece y nunca te rías
cuando paseé con el cuerpo ligero y la mirada desbocada”.
Ya faltaba
poco, era fácil de intuir; rótulos anunciando el consumismo que reciproco nos
aturde en pueblos y ciudades. Edificios de colmenas humanas, albergando temores
y sentimientos de miles de familias, como en cualquier ciudad de España. Y más
adelante, obras inacabadas, ventanas de dormitorio con persianas bajadas.
De vez en
cuando miraba al cielo, buscando la curiosidad de verme en otra tierra, pero,
¡era Madrid, la capital de España!, el respeto por unas gentes que acogen sin
preguntar a millares de razas.
Y por fin las
puertas se abren, bajando pies y cuerpos donde ¿que importan las caras?
Ahora el
tiempo apremia y hay que buscar otro medio de transporte que nos lleve a otro
autocar para retomar la marcha.
Las horas
corren que vuelan y pararse a preguntar es sentir cómo el aliento es sorbido,
dejándote la mente en ascuas. Demasiados pensamientos fuera de un cerebro, que
lo más angustioso que ha vivido (hace más de tres décadas) ¡se lo comió la
ignorancia!
Lo mejor ir
detrás de la gente o mejor detrás de los píes que decididos inician su marcha.
Y así en medio de tanta confusión dos veces subimos y bajamos las escaleras
mecánicas, no sin antes dejar paso para los más intrépidos, que a empujones, se
hacían hueco entre dos pueblerinas escasas de equipaje; pero desbordadas con el
retorno de un eco retumbante.
El metro, una
carrera contra reloj donde todos corrían.
Y a falta de
curiosidad un guardia nos ayuda a sacar el billete de la locura. Este hombre
jamás olvidará las caras de dos catetas desencajadas.
Por fin y por
pasillos con sabor a sauna, ya no era olor a gas-oil. Ahora el aire estaba
pulido, el tiempo se comió los gases y metió la civilización en una autopista,
donde hay más gente mirando techos que mirando cielos. Mientras sólo un tímido
ruido nos alerta que el metro avanza.
Un hombre ante
mis tambaleos me deja asiento, dejando claro que la caballerosidad todavía
existe y menos mal; porque la adrenalina de mi cuerpo era capaz de apagar el
fuego y derretir la nieve de una montaña.
La salida es
espectacular, entre obras y escaleras mecánicas. Los pies corren hacía otra
ventanilla.
Luego la luz
del cielo; saliendo por túneles dónde sólo caben dos píes por tierra y dos
manos a la cabeza.
¿Dónde está
Soria?
Una ciudad
encantada, cuna de mil versos de Machado. Inundada de cultura y envidiada por
acoger los recuerdos de un poeta enamorado.
Llegar fue
comodidad sosegada, paz y tranquilidad. Era como si nunca hubiese salido de
casa y acababa de llegar a otra ciudad para hablar y ser escuchada.
Como dos
turistas sin billete; viviendo la experiencia de ver calles y avenidas.
Edificios culturales: amigos de mis locuras en horas de pausa, contemplación y
mesura.
Dónde las
callejuelas estrechas se llenaron de lluvia y las esquinas de nostalgia.
Rodando por aceras, topando con adoquines centenarios.
Nieve al
despertar; campos tiritando de frío y nuestros ojos batiendo el viento en busca
de respuestas que de una vez y por todas, nos den una oportunidad en otro
enero. Porque de éste sólo quedan las cenizas de una agonía avanzada.
Adiós Soria
bonita; en tus calles he dejado mi aroma, mis pasos. He dejado mis sentimientos
y las risas que me delatan.
También he
dejado una nota para pedirte un beso y permiso para volver mañana.