Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

(Antonio Machado)

viernes, 29 de agosto de 2014

Emociones desde el silencio (I) - Despedida

No era un día gris, ni una ciudad sin gente; sin embargo desde los primeros albores ya olía a tierra mojada. En cada pisada se me aceleraba el corazón; en cada golpe de claxon, un sentimiento adivinatorio guiaba mi instinto.
Serían mis últimas horas al lado de la sabiduría, mi último sueño y mi última conversación, ¿a quien le importa un cerebro  libre de pecado?
Su andar encorvado, su cara plácida, su sonrisa picarona y sus ojos chispeantes  se embellecían a golpe de música. En medio de un oasis de extremo estío, dando el único toque que atormentaban  las primeras luces que sin pedir permiso se colaban por las rendijas de unas persianas treintañeras.
Siento que me acorralan, me esperan, me encienden en un mar de dudas y sinrazones. Un servicio se acaba de enturbiar, otra vez por los intereses rancios, que a base de mandar desde la oscuridad, empañan un trabajo  recién  estrenado. Unas sensaciones únicas de describir algo que pasa por nuestra vida como una estrella fugaz.
Y así sigue pasando el día, rematando una faena que libre de una solución se acerca hacia una catarata embravecida. 
Sólo unas aceitunas verdes son testigo de esa despedida o ese clamor. De rabia se me encienden los ojos, de ardor me sudan las palabras. Ya no escondo mi rostro y hasta siento hervir mi sangre apartando nubes de fina lluvia entre tanta palabra falsa.
Y allí siguen las aceitunas verdes, la copa de cerveza y el chocolate templado, igual que el tiempo, igual que mis manos, igual que las únicas miradas que de lejos impasibles observan unos sentimientos tan desgarradores como el tímido silencio.
Y miro de reojo; ya sólo queda la esencia de unas aceitunas en un plato vacío, una copa adornada de espuma y un vaso empañado de angustia y pena.  
Hubiera destrozado paredes y suelos, hubiera rasgado las cortinas de las ventanas y hubiera arrancado hasta la picaresca de quien desde lejos nos mandan.
Todavía siento el calor apretado, sincero, mimado de sus manos y, hasta, esas calles que nos vieron pasear  se han convertido en caminos agrestes y solitarios.
No, no me mandéis más que aún en mi mejilla percibo la caricia de su beso.

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