Zocueca de mi vida, de mi niñez más
pausada. Cuando camino por tus senderos me reconocéis hasta en mis pisadas,
abriendo vuestras veredas, vacías, olvidadas; ofreciéndome el calor de vuestra
agonía, hoy sin nadie que desbroce el ardor de tus ramas. Aún y así, siempre,
me esperáis, sabiendo que, hasta de vuestro aliento, se alimenta mi alma.
Vuestros árboles se mueven con el
viento, acercándome un brote de raíz o una hoja agonizante.
Así lo percibo cada primavera o cada
tarde de invierno, sorteando caminos; enfermos de barrizales rojizos que
ensucian el paisaje, pero engrandecen vuestros corazones. Aguantando rayos de
frío, densas nieblas, bajo un techo de ramas.
Acariciando el cielo, ¡qué bonito!
ni siquiera la tenue luz, enmascara un paisaje que se adentra en las Huertas de
San Vicente, dando paso a la de mis ancestros. De grandes llanuras, iluminadas
por arroyos de agua limpia, chopos gigantescos, donde el mirar de golpe te
enrojece la cara.
Algunos aperos de labranza, sueltos
entre mojones de tierra labrada, me recuerdan los montículos de nidos de
hormigas, avisando que las dulces lluvias han entrado en sus moradas.
Luego con la entrada del día, todo
brota como de la nada; dando paso a las voces de los huertanos, llamando a sus
yeguas para poder aparejarlas. Cargándolas de legumbres, otras veces de
alfalfa; que calmará estómagos de animales en inviernos secos y faltos de
pastizales.
Hoy son pasillos estrechos, higueras
inaccesibles, tristemente olvidados por hortelanos que perecieron sin traspasar
su legado.
¡Qué se lo coma el pasto! ¡Qué
aniden fieras!
Ya nada es igual, ya todo ha pasado;
sólo yo en mi caminar, te sacaré versos en tardes de lluvia.
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