Una vez, había, un cauce; una vida, piedras por donde
cruzaba y zarzas y lentiscos a los que me agarraba. Había un piar de pajarillos,
un olor, un sonido crujiendo chopos, sorteando pastos, donde tu corriente bella
y enamorada vomitaba espuma por el roce de sus ramas.
Yo pasaba y miraba.
Jugaba al escondite entre gramíneas y retamas. En
mi bolsillo siempre algún recuerdo que esconder: ese fruto caído o esa rama
olvidada.
Todo valía, mas lo que guardar rebosaba. Jamás era
preocupación; en un lugar dormitando o quizá dentro de mi corazón.
Allí el espacio es infinito.
Allí el espacio es infinito.
Todo entra, nada escapa; ni llega al suelo, ni
derrite mi ropa, ni me roba el alma.
Nadie lo ve y nadie lo toca, sólo el fuego danzará haciéndome presa.
Nadie lo ve y nadie lo toca, sólo el fuego danzará haciéndome presa.
Y mi amor resplandecerá como los luceros de agosto,
mirando el firmamento en noches de luna llena. ¡Ay, ese es el destino de mis
pasiones guardadas, de mi cuerpo castigado, de mi ira desatada!
Lo sencillo que no es etéreo y la sencillez de mis
palabras.
¡Ay, si alguien las viera o con los ojos las
atravesara; sería el elixir que en la tierra no encontré, porque en mi estrella
anidaba!
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